OPINIÓN

"Quejío"

Jaume Santacana | Martes 08 de octubre de 2013
Tengo la ligera impresión de que, últimamente, siempre me estoy quejando. La vejez, sin duda, ayuda a aumentar el sentido de la rebeldía: es, en cierto modo, como una vuelta retardada a una situación de desacuerdo generalizado. No me gusta casi nada. La nostalgia no ayuda; ni un ápice.

En realidad, se trata de demostrar a “los que se quedan” (que diría, magistralmente, Agustín “el Casta” –uno de los personajes más brillantemente inteligente de las Islas Baleares) que su porvenir es criminalmente malo; es pésimo.

Parece, falsamente, que uno se queda mejor, más aliviado, cuando denuncia que todo lo que hay sobre el planeta es una desgracia, una ilusión irrisoria, un desastre. Vuelo gallinaceo.Todo está fatal: ese es el simple mensaje que los que tenemos tendencia a “irnos” nos place divulgar. ¡Que se joroben!, pensamos satisfechos.

Padecemos –nosotros y nuestros amigos coetáneos- todos los males posibles. Males que, inevitablemente, aceleran nuestro traspaso. Sufrimos ataques de envidia: los jóvenes, esos niñatos de mierda, no saben nada de la vida. De hecho, no viven, no saben vivir; solo sueñan. Por consiguiente (latiguillo infatigable del original y siempre ocurrente Felipe González Márquez) el deber de nuestro colectivo de tarados y compradores de ataúdes, es hacerles la vida imposible. Machacarlos. Eliminarles, de cuajo, la tontería innata de los jóvenes incautos e ingenuos. Dejarles en bragas.

Tengo que reconocer que hundir, parcialmente, a un chaval me produce una cierta satisfacción. Insana, pero satisfacción. Ellos, generalmente, se quedan un tiempo más. Hay que darles caña. Se lo merecen.

Los aspectos positivos de la vida –que los hay- me los guardo para mi tumba. ¿Para qué les voy a insinuar el placer de una buena comida, del sonido del silencio, de la música de Haydn, de una amante amorosa y discreta; el aroma de unas flores o el perfume de un gallo de San Pedro; el riesgo de la clandestinidad o un baño de madrugada en “es Caló d’en Rafalet? ¡Que lo aprendan ellos mismos!

Me iré… matando.

Eso si: admiro el coraje de muchísimos muchachos que buscan – admirablemente- la esencia de la vida; que intentan leer a Montaigne, que conocen a Aristóteles, que sudan por mantenerse en forma, que luchan para, simplemente “ser”. Que aman. Que desean recoger el legado de Ramón Llull.

¡Los hay!

¡No al botellón!