Jaume Santacana | Miércoles 04 de septiembre de 2013
Un conocido me preguntó: ¿Qué espectáculo es el que te interesa más en el mundo físico, en la sociedad humana? ¿El mar? ¿los bosques? ¿La montaña? ¿Las grandes ciudades? ¿Las enormes fábricas, en que el trabajo afanoso, incesante, impone a la materia las más admirables transformaciones? ¿Qué espectáculo te interesa más?
Le contesté: el espectáculo que más me interesa, en el mundo físico y en el mundo moral, es la contemplación de un niño. No me canso de mirar, de observar un niño. Estoy hablando de un niño de unos dos o tres años. De un niño en quien la inteligencia va despertando. De un niño que va entrando poco a poco, con sorpresa, con admiración, con lloros, en la región terrible de lo consciente.
Un niño es el mundo que va creándose, que está en marcha, que surge. Y un niño dormido es la creación del mundo interrumpida. Espero que, escribiendo esto no voy a caer en un idealismo absoluto. ¡Quizás sí! En todo caso, nadie ha dicho que dejarse llevar a un estado de idealismo puro esté perseguido por la ley.
¿Existiría el mundo sin el pensamiento? El mundo, tal vez, está en nosotros mismos. Y un niño que, lentamente, va comprendiendo los hechos que acontecen a su inmediato alrededor, que va ligando los fenómenos que se producen en su entorno, que va estableciendo las distintas y diversas relaciones entre las cosas, se convierte, inexorablemente, en millones de cerebros: la creación del mundo que recomienza.
Noticias relacionadas