Jaume Santacana | Miércoles 31 de julio de 2013
Corría el año 1964: sonaban “Si yo tuviera una escoba” y “La chica ye-ye”; se estrenaba “Franco ese hombre y moría “Tarzán”; se introducía la minifalda, mientras que el Real Madrid ganaba la liga; se inauguraba Prado del Rey i TVE (una, grande y poco libre) y emitían “Los intocables”…
Un servidor cumplía los catorce abriles. Tenía muy buena amistad con un amigo. Una tarde ociosa nos planteamos el siguiente dilema: “somos íntimos amigos y la vida nos separará inexorablemente: nos mandarán a institutos distintos; agarraremos novia y ella nos unirá a su círculo de amistades; cursaremos carreras universitarias distintas y, quien sabe, en ciudades alejadas; el servicio militar (la “mili) nos conducirá a “guerras” en otros frentes; esposas, hijos, trabajos…todo conducirá a no vernos con una cierta asiduidad y nuestra relación se hundirá definitivamente”.
Tras varios días de intercambios de ideas y opiniones diversas (tales como: jugar al bridge una vez al mes, rezar el rosario cada trimestre, o encontrarnos cada primero de enero en la plaza de España) llegamos a una conclusión: hay algo, en la vida, que requiere una cierta periodicidad, sin la rigidez de las fechas concretas; se trata de arreglarse el pelo. Es decir, ir al peluquero.
Aquel día concreto decidimos ir siempre, siempre, juntos al peluquero. Quedaríamos teniendo en cuenta la situación capilar y nunca, nunca, nadie nos cortaría el pelo sin estar presentes los dos. Rizamos el rizo: jamás repetiríamos peluquero. Nos compramos un mapa para marcar los distintos establecimientos y, de esta manera, no caeríamos en volver a uno ya utilizado. No es todo: al salir del barbero, nos tomaríamos unas cañas y tendríamos la ocasión de charlar sobre nuestras vidas.
Hoy, a mediados del 2013, mi amigo Antonio y yo mismo hemos cumplido a rajatabla nuestra común propuesta. Son la friolera de cuarenta y nueve años en los que no hemos fallado ni una sola vez. Ni una. Incluso en circunstancias especiales: Antonio se trasladó a vivir a Bonn con su familia, durante un año, y yo realicé cinco viajes para asistir, con él, a cinco sesiones de peluquería en cinco barberos distintos, claro; hizo la “mili” en Toledo y allí visitamos, también, varias peluquerías; ningún militar nos tocó ni un pelo sin la presencia del otro. Y un largo etcétera de ocasiones más complicadas.
Evidentemente, hemos visto de todo durante largos años: desde peluqueros “tapadera” a profesionales que solo contaban chistes relacionados con pelos.
Hoy, Antonio y yo hemos conseguido mantener fuertemente nuestra profunda amistad (nos hemos seguido viendo un promedio de cuatro a seis veces por año…más alguna propina), es padrino de mi hijo y nuestras familias se relacionan favorablemente.
El mapa que compramos en 1964 es el mismo; atiborrado de pequeños círculos que indican la ubicación exacta de cada peluquería y, naturalmente, la fecha de ejecución.
Hubiera sido una maravilla haber escrito unas pequeñas anotaciones sobre la idiosincrasia de cada barbero, acompañadas de un par de fotos del personal y de la decoración…o las pequeñas anécdotas que de las visitas se desprendían con espontaneidad.
Solo existe un documento gráfico: una foto en Shangai, en la China, frente la fachada de la barbería, con nuestros peluqueros amarillos.
¡Ah, y el mapa!
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