Quienes acudimos regularmente a espectáculos deportivos estamos acostumbrados a que, en muchas ocasiones, antes del inicio de la competición, se guarde un respetuoso minuto de silencio para hacer visible el pesar por la muerte de tal o cual persona vinculada al club, al deporte en general, o con algún acontecimiento luctuoso de gran repercusión social.
Confieso que en la mayor parte de las veces en que esto ocurre no conozco de nada al finado, ni, por supuesto, pierdo el tiempo en investigar si fue o no una buena persona, si votaba a tal o cual partido, si era católico practicante, si pagaba sus impuestos o si estaba imputado por conducir bajo los efectos de las bebidas alcohólicas.
Simplemente, me levanto como los restantes diez mil espectadores y permanezco callado hasta que el árbitro con su silbido da por concluida esta elemental muestra de respeto.
De la misma forma, cuando fallece alguien próximo a un amigo o pariente, procuro darle el pésame y, si se trata de alguien realmente cercano, cuando puedo, acudo al tanatorio o al funeral a expresar mi solidaridad. No acostumbro a preguntar antes si el familiar de ese amigo era un buen elemento o un pájaro de cuenta. Me da igual que el fallecido votase a Podemos o a la Falange, que fuera del Madrid o del Baleares. Y no es hipocresía, es mera urbanidad y buena educación, la suma de reglas que permiten que convivamos en una sociedad plural, pese a que lo que piense o haga el vecino no comulgue con nuestras ideas.
Que el populismo de extrema izquierda -o de extrema derecha, que para el caso es lo mismo- es una basura intelectual ya lo tenía claro. Pero que, además, esta doctrina lleve, al menos en muchos casos, anudada una lamentable bajeza moral no deja de sorprenderme. Porque, incluso aceptando que bastantes podemitas tengan abultadas carencias con relación a las normas sociales más elementales, como la de que desprecien ostensiblemente lo que representa el jefe del estado, o que vistan igual en el Congreso de los Diputados que cuando sacan a pasear al perro, al menos creía yo que lo de ser meramente respetuoso –que no falsamente elogioso- con el fallecimiento de un adversario político era algo implícito a la naturaleza de cualquier demócrata.
Mi elemental error, pues, no es otro que haber pensado que todos los elegidos como parlamentarios por nuestro sistema democrático hubieran de ser, a su vez, necesariamente demócratas, al menos en los conceptos básicos. Y compruebo no es así.
Mucha lección de moralidad, mucha doctrina de la honestidad política y resulta que a algunos les falta algo tan elemental como la humanidad de compadecerse del sufrimiento o del infortunio del prójimo, al que no saben ver desprovisto de su filiación política y al que se sienten abocados a juzgar continuamente desde la atalaya de la –su- verdad absoluta.
Y, para no ser tan arbitrario como ellos, voy a esforzarme y pensar que son una minoría. De hecho, estoy seguro de que hay muchos dirigentes de Podemos educados y dotados de sentimientos de humana compasión, a quienes les duele que su jefe de filas no sepa distinguir. Pero, aunque fueran cuatro, no voy a sustraerme de calificar como merecen a estos inquisidores de tres al cuarto, paladines de la moralina doctrinaria más insufrible, que, además de ordinarios y zafios, resultan ser unos malnacidos.
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