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Humor malo

A veces, uno se encuentra inmerso en un indudable estado de mal humor. No creo que pueda haber un ser humano que opte, deliberadamente, a formar parte de este estado de ánimo concreto.

En el hipotético caso que intentáramos averiguar las posibles causas que forman el conjunto de elementos que conducen a una situación de lo que se viene en llamar mal humor, nos encontraríamos ante un listado enorme e impreciso. Son tantos los factores, exteriores e interiores, que pueden intervenir en esta operación, que no terminaríamos jamás una mínima enumeración.

Para simplificar, podríamos convenir en que la cifra de tres (como la Santísima Trinidad, el trío Guadalajara, IB3, los Reyes Magos, etc.) parece el número imprescindible de causas habilitadas, con las que elaborar una aproximación a la realidad, lo más solvente y científica posible.

El primer factor es físico: un dolor. Cierta parte de la mecánica corporal se estropea y, aparte de la simple molestia sobre la parte afectada, nos preocupamos y dejamos que las cosas se “lean” bajo el prisma, teñido siempre de oscuro, de un estado de ánimo contrario al bienestar.

La segunda opción proviene de un disgusto, que viene a ser como el anti-placer. El disgusto, normalmente te lo dan; no lo tienes que pagar: suele ser gratuito. Uno puede pasear, tranquilamente, por la vía pública y encontrarse con un señor o señora que te insulta gravemente. Claro está que el caso citado no suele ocurrir sin que exista un previo pisotón o un atropello. De todos modos, sea cual sea el caso, el disgusto ya lo tienes. Puedes explicar, con más o menos éxito, a tus amigos o parientes más próximos tu versión de lo acontecido…pero, la verdad, el disgusto ya no te lo quita nadie.

He escrito, algo frívolamente -una líneas más arriba-  que el disgusto es gratuito. No es exactamente así. Primeramente, en el instante de producirse, no genera gasto pero, a poco que se tuerza el problema, uno acaba pagando: un coche, una moto, una viejecita, unas pompas fúnebres, las costas de un juicio, etc.

Esta modalidad, la del disgusto, también puede aparecer mientras se ejerce el derecho a la visión; es decir, simplemente mirando. La persona  ve algo que no le agrada y, claro, se disgusta. A este fenómeno, los británicos le llaman –con un gran acierto- disgusting. Lo que no gusta suele venir del mundo exterior (en nuestro interior, lógicamente, todo nos gusta, nos encanta!). El disgusto puede aparecer viendo: la tele, la familia, el perro, el mar, el bisabuelo (o la dentadura del bisabuelo…). Cuando algo determinado no gusta, creo que no vale la pena comentarlo: te pones de mal humor…y problema resuelto.

La tercera posibilidad –en la que me encuentro ejemplarizado en estos momentos- proviene de un acto mal realizado; no estrictamente el sexual, que también. He cometido un pequeño, subjetivamente hablando, claro, error de cálculo en el trabajo lo que me obliga, ahora, a pensar en cómo rectificarlo. Hasta el momento, no he acertado a encontrar ningún camino que aporte nada destacable para resolver este embrollo. La incertidumbre es pues colosal y es, precisamente, esta situación nebulosa que me corroe, que me pone de muy mal humor.

La cosa es de una sencillez apabullante: mandé un mail a una persona que, justamente, no lo hubiera tenido que recibir nunca, jamás. De hecho, es la última persona que tenía que haber leído lo que leyó. El pitote que se ha armado es de enciclopedia, monumental. El cabreo del “falso” destinatario no ha tenido límites; ni parece tener final, si aplicamos lo que conocemos bajo el nombre de “eternidad”. Errare humanum est, decían los sabios latinos. Y yo añado: sí, vale, muy “humanum” pero que se lo expliquen al cabreado!

Una de las peculiaridades que muestra el mal humor es que, encima, se contagia. Aquellas personas que están situadas en el entorno del personaje malhumorado se encuentran, a menudo, en una situación altamente delicada; y, hasta cierto punto, ligeramente violenta. Yo, en particular, en este estado penoso, procuro rebajar mi nivel habitual de relaciones personales. Pienso que “los demás” no tienen ninguna culpa.

Una vez dicho lo dicho y, relajado por la reflexión, me está volviendo el mejor humor: me voy a pegar una cena de campeonato; no se la va a saltar un torero…

 

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