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La mala educación

Una de las conquistas justamente atribuidas al progresismo es, sin duda alguna, la de extender la igualdad de oportunidades al ámbito de la educación. La II República fue un claro exponente de los intentos de compensar el enorme retraso que las clases trabajadoras acumulaban en su acceso a la cultura, al conocimiento, a la buena educación. También, en otro ámbito muy diferente, como la Mallorca rural de fines del XIX y comienzos del pasado siglo, un numeroso colectivo de religiosas contribuyeron a ello fundando pequeñas y modestas escuelas hasta en último rincón de la isla para dar las primeras letras y el acceso a la cultura a los hijos de los payeses, contribuyendo así a sacarlos de aquel estado de permanente pobreza que tan magistralmente retrataron algunos fotógrafos como Josep Pons Frau y Fernando Moragues en documentos etnográficos de un enorme valor.

Los padres de aquellos obreros y campesinos soñaban con que sus hijos pudieran escapar del yugo que hasta entonces era su indefectible destino.

La educación fue, para los pobres, una victoria sobre la historia de sus antepasados, un enorme salto hacia adelante que transformó definitivamente la sociedad. Los hijos de las clases más desfavorecidas ya podían acceder al conocimiento, que era la puerta de acceso a una vida acomodada con la que sus padres jamás pudieron soñar.

Por eso, entiendo muy poco que gentes que presumen de representar al progresismo, desde posiciones de izquierda que ellos llaman transformadora, o hasta revolucionaria, den ostensibles muestras de mala educación e incluso, mucho peor, alardeen de ello.

Tenemos ejemplos recientes, de diferente mesura, pero todos ellos igual de tristes a los ojos de quienes se sacrificaron durante decenios para que los trabajadores lograran la educación hasta entonces reservada a las clases pudientes.

El primero de ellos, anecdótico si se quiere, el lamentable espectáculo ofrecido por  un diputado de Podemos en el Parlament al acudir a la sesión de apertura de la cámara ataviado con bermudas, una camiseta y calzado deportivo o playero. ¿Pero a quién se cree que representa este individuo? El escaño no es un puesto de trabajo que le haya tocado en una rifa, ni mucho menos que haya ganado en una oposición, es una dignidad con la que le han investido sus votantes, justamente porque –en teoría- esa izquierda piensa que todavía quedan muchas cosas por hacer en cuanto a la igualdad de oportunidades, y no le falta razón.

Cualquier diputado socialista, comunista o radical de las cortes de la II República se hubiera escandalizado con la actitud de este personaje, que cree que a la clase trabajadora se la representa mejor yendo vestido como cuando va a la playa. Menuda falta de respeto, sensibilidad y sentido del deber hacia los electores.

Ninguna norma represora le exigía a nuestro diputado un rancio protocolo estricto contra el que rebelarse y, por eso mismo, debió dar muestra de la educación que le procuraron sus mayores y que a buen seguro nadie le regaló y simplemente, tratar de honrar a todos los electores –fueran o no sus votantes- vistiendo con la dignidad que se supone de la asamblea legislativa de las Illes Balears, a la que con su dejadez despreció.

El segundo caso me duele especialmente porque, para mí, que alguien identifique una institución tan seria, respetable y anhelada como la república con la sarta de faltas de respeto y sandeces que el diputado de Més, Sr. David Abril, vomitó sobre una carta supuestamente dirigida al actual jefe del estado, el rey Felipe VI, es una tragedia. Desde luego, para esto no murieron centenares de miles de republicanos.

En primer lugar, a nadie, y menos al destinatario, le importan las íntimas razones que tenga el Sr. Abril para no acudir a la recepción que los reyes celebran anualmente con motivo de sus vacaciones en Mallorca. Si le da repelús que alguien le fotografíe dando la mano a un monarca, simplemente con no acudir bastaba. No hacía falta ni siquiera que usara ningún pretexto.

Incluso, si este señor sentía en ese momento necesidad de manifestar sus legítimos ideales republicanos, bien pudo haber redactado un comunicado en el que se limitase a criticar la institución monárquica y a declinar amablemente la invitación.

La buena educación, la cortesía y la discrepancia son perfectamente compatibles. Incluso me atrevería a decir que la única forma democrática de manifestar la diferencia de opiniones es, precisamente, de manera educada. Lo demás ya sabemos a qué clase de regímenes nos lleva. Aunque, bien mirado, hablando como hablamos de un personaje que desprecia públicamente al titular de una monarquía parlamentaria mientras bendice, en forma serigráfica, la memoria de un miembro destacado de una de las más sanguinarias dictaduras de América, tampoco hace falta darle al asunto demasiadas vueltas.

Marc González

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