A estas alturas de la ciencia, no voy a ser yo quien ponga en duda que la luna existe. Como mínimo, se sabe, o se sospecha, que es un cuerpo celeste y que va de satélite por la vida; concretamente, se afirma que es nuestro satélite: el único. Bueno, vale. Los expertos en astronomía – que ya es especializarse, ¡ demonios!- aseguran que es redonda; que sea esférica ya no se atreven ni siquiera a comentarlo porque está por ver ya que siempre nos muestra la misma cara, mira tu por donde.
El problema es otro: se trata de la imbecilidad universal que la luna ha generado, desde lo más hondo de la Historia, fundamentando creencias de todo tipo, sean religiosas, literarias, musicales o amorosas. Visto desde este punto de vista, sin duda amoral, el concepto que ofrece la luna es de un ridículo que se sube por las paredes.
Esta cosa romántica que dicen que posee la contemplación lunera es una de las fantochadas más espectaculares que se han producido en los humanos que son, de hecho, sus propietarios naturales; por aquello del satélite que le debe obediencia ilimitada a su planeta amo. Observar en el cine cómo se besuquean los enamorados a la luz de la luna me pone los pelos (pocos, sí) de punta. ¿No es mucho más reconfortante morrearse a la luz de un fluorescente que, además ofrece la misma palidez iluminaria?.
En el siglo II d.C., el poeta de origen sirio Luciano de Samosata, al no poder desprenderse del nombre y apellido que le habían sido impuestos (¡que no te digo nada, monada!), se dedicó a escribir novelas sobre hipotéticos viajes a la luna; algunos le llaman el “abuelo de la ciencia ficción”. El tal Luciano, en uno de sus esperpénticos libracos, llega a visionar a los selenitas (habitantes de la luna (¡de nada!), quines se pasan el día tomando zumos de aire. Así, tal cual; ¡hay que tener bemoles!. A partir de ahí, una multitud de autores literarios escribieron un mar de patochadas con el satélite de marras como protagonista. Incluso gente interesante, en principio, como Julio Verne o el propio Hergé (con su mítico Tintín), se lanzaron a venerar el apéndice de la Tierra.
En cine, el pobre Georges Meliés, con cuatro duros y una cámara casi de cineexin, rodó en los años de maría castaña una película sobre un viaje a la luna. No tendría otros argumentos en la mano, el muy soseras.
En la canción contemporánea, ni les cuento: Moon River, Blue Moon, Fly me to the Moon, Child of de Moon, Moon Dance… y así, la tira; hasta Ramones. No sé yo si los Pet Shop Boys han alunizado en alguna ocasión. Y entre los clásicos, pues lo mismo de lo mismo: el soberbio Beethoven compuso su Claro de Luna que – y ustedes perdonen- no brilla entre lo mejor de su repertorio.
Los ritos de carácter religioso que se sustentan a partir del satélite son tan innumerables que no me voy, ahora, a despellejar para citárselos todos. Los musulmanes se quedaron a medias y grabaron en sus enseñas para la posteridad la mitad de la luna, o sea la media. Y los cristianos no se quedaron con las ganas: la Pascua se celebra según el calendario lunar, lo que es un coñazo porqué nunca se sabe en qué fechas va a caer…
Finalmente, una recomendación: no se fíen ustedes de las mareas (esas que suben y bajan el mar cuando les viene): dicen que también existen a causa de la luna.
Mal andamos…
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