Este episodio, a pesar de que está escrito en tono jocoso, tiene un trasfondo sumamente triste, pues es un ejemplo de lo mal invertidos que están nuestros impuestos y la impotencia que se siente ante determinadas situaciones. Un día de Jueves Santo me envió el 061 a un domicilio a asistir a un paciente supuestamente agitado. Cuando llegué, me abrió la puerta una abuela como de unos 70 años, con una mala cara de la leche y unas ojeras que le llegaban a las rodillas, que me dijo: “Ay, dostora, meno mar que ha vinío, porque ya no puedo má, mi padre me va a matá. Ete hombre no me deha dormí ni de día ni de noshe, ze paza tor día y toa la noshe zin pará, pero zin pará ni un momento, y como tiene Harzeime, zi me decuido ze me ejcapa. Me le hay traío der pueblo jase do meze y ya ze me ha ejcapao tre vece...”. Al entrar, me encontré a un abuelo de unos 90 años, con una cara estupenda, arrugado del sol, pero con un color moreno y una vitalidad que daba envidia, sentado en una butaca con la boina puesta y una colilla en la boca, que me saludó con la frase: “A lo gueno día le dé Dió”. Como no hay ningún circuito urgente para resolver problemas sociales y había por delante cuatro festivos seguidos antes de que su médico pudiera ponerle un parche al asunto, y tampoco lo podía ingresar porque estaba como un roble, y a la señora, que estaba a punto de que le diera un jamacuco, tampoco, porque no le podía dejar sólo, decidí sedarlo hasta el martes. El problema vino cuando intenté explicarle a la hija lo que tenía que hacer. Le dije: “De la pastilla ésta de color rosa, en vez de una, le tiene que dar dos por la noche y 20 gotitas de este frasco”. Entonces, la abuela me dijo: “E que no la oigo, porque como etoy zorda....” Y el que me contestó fue el abuelo, que me dijo: “...No, zi yo a tu cuñao zi que le conoco der bá, pero a tí no te conosía, ¡como la muhere no vai ar bá, po é lo que tiene...!”. Entonces, tratando de hacer caso omiso de lo que me decía el abuelo, además de escribirle el tratamiento en un papel con las letras grandes, intenté gritar más para ver si la hija me oía, pero me seguía diciendo: “E que no la oigo ná de ná, y como yo de leé zé poco....”. Total, que me volvió a contestar el abuelo, textualmente: “....No, zi de i ar campo zi que le gutta munsho, na má que no quieren pazá ni frío ni caló, y, claro, po en er campo, u jase frío u jase caló...”. A la tercera, aguantándome la carcajada, cuando terminé de hablar me pareció que la hija me había entendido,pero me volvió a contestar el abuelo, y me dijo: “Zi que é verdá, zí que é verdá que ete año lo melone ze no han dao mu bien, han zalío má güeno que el año pazao. Zi quiere un melón, na má que tiene que viní a jablá con el Higinio...Güeno, po a la güena noshe...”. En ese domicilio sólo faltaba Almodóvar, que nos hubiera puesto en nómina a los tres. Cuando salí de allí, a pesar de lo cómico de la situación, tenía la mala sensación de no haber podido resolver el problema y, efectivamente, fue así, porque al cabo de 3 días, casualmente, me tocó volver. Esa vez eran las cuatro de la mañana y el panorama era desolador. La hija no se había enterado de nada y las ojeras le llegaban ya a los tobillos. Me encontré al abuelo tirado en el suelo. Se había metido no sé cómo debajo de la mesa de la tele y tenía la cabeza atrapada entre la mesa y el sofá. La colilla y la boina, por supuesto, no se habían movido de su sitio, como si se las hubieran atornillado -¡Hay que ver la habilidad que tienen algunos para que no se les caiga la boina!-, y estaba diciendo: “Ven p'acá, niño, ven p'acá, que vamo a arreglá éto, que zi lo arreglemo no van a dá prupina...”. Ahí ya, lo mandé en ambulancia a Psiquiatría, que era lo único que podía hacer, a ver si lo sedaban, y, al menos, la hija podía dormir un poco, pero me quedé con muy mal cuerpo. Lástima no haber tenido el teléfono de Almodóvar.
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