Según el diario ABC, un estudio del observatorio cívico independiente cifra en 300.000 el número de personas, hombres y mujeres, que en España ejercen la prostitución. De la anterior cifra, ese mismo estudio revela que únicamente un 5% de ellas la ejercen de forma voluntaria.
Además, un informe de Hacienda del año 2014 señala que en España la prostitución genera una actividad económica que ronda los 18.000 millones de euros al año. Todo en "cash", claro, en billetes y sin pagar el IVA que sí tenemos que abonar, por ejemplo, por comprar una barra de pan. En el plano internacional, se estima que se trata de una de las actividades delictivas que más dinero genera, junto al tráfico de armas y el narcotráfico.
El enorme volumen económico que surge de la prostitución revela una realidad que, en nuestro país, a nadie se le escapa: la gente utiliza los servicios de prostitutas y prostitutos, que incluso se anuncian en periódicos que predican el conservadurismo y la integridad moral.
Sin embargo, mientras el Estado permite que existan lugares en los que se ejerce la prostitución, oficialmente no la regula ni la impide (únicamente se persigue a quien induzca a un menor a prostituirse o coaccione a un mayor de edad para que la ejerza), pues no quiere mezclarse con una actividad moralmente reprobable y que puede generarle críticas tanto internas como externas.
En mi opinión, el estado actúa de una forma enormemente hipócrita al regular –o, más bien, no regular- la prostitución. Me explico. Si realmente existiera un deseo de prohibir la prostitución, sería bien fácil que el Estado la impidiera o que, al menos, la vigilara. ¿O es que acaso es más difícil vigilar que no haya prostitutas ofreciendo sus servicios en plena calle que a un camello que ofrece droga (no les digo ya que a un autónomo que pague 1 euro menos de IVA de lo que le corresponde)? Claro que no. La diferencia es la voluntad, la hipócrita aquiescencia del Estado con una de las dos actividades.
Al mismo tiempo, este vacío de regulación permite que continúe una de las actividades más vergonzosas y penosas que, increíblemente, sigue sucediendo en pleno siglo XXI, como es el tráfico ilegal de mujeres; personas que, engañadas, son traídas a Europa para servir como esclavas sexuales de una sociedad que, al acudir a ellas, es cómplice de este delito.
Y yo me pregunto, de legalizarse la prostitución, como ha sugerido el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, ¿cambiaría algo? Por supuesto que sí. En primer lugar, quienes libremente decidieran ejercer esa actividad tendrían que pagar la cuota de autónomos, declarar el IVA que generasen con su actividad y declarar sus ganancias en la declaración de la renta, con lo que el Estado percibiría su parte en esta actividad económica (como hace con todas las demás).
Por otro lado, los hombres y mujeres que ejercieran libre y voluntariamente la prostitución tendrían derechos como trabajadores y estarían cubiertos por la Seguridad Social mientras ejerciesen su actividad. Además, todos los trabajadores tendrían que estar legalizados y el Estado podría –debería- obligar a que pasaran controles médicos que evitaran que este segmento profesional fuese uno de los principales focos de transmisión de enfermedades sexuales.
Además, sería mucho más fácil acabar con los pingües beneficios que los proxenetas reciben de estas actividades.
Pero claro, para nuestros representantes, es mucho más fácil ser políticamente correcto y no mojarse en ningún tema que pueda suscitar una crítica de algún sector social y cerrar los ojos ante lo que es una realidad cotidiana.
Y, para acabar, una última cuestión. ¿Realmente desea el Estado acabar con la prostitución? Pues que la prohíba y tipifique, pero que no le permita bajo formas veladas que acarrean todos los problemas a los que me he referido anteriormente.
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