Ayer mismo, los cristianos rememoraron la muerte de Jesús. Desolación y tristeza. Pero, esta noche de Sábado santo, tenemos la respuesta de Dios al drama de la muerte. Es el propio Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26). También a cada uno de nosotros, como a Marta, nos pregunta Jesús lo mismo: ¿’Crees esto’?
No conviene darle demasiadas vueltas. No obtendrás respuesta desde la razón. Estamos ante un misterio y, como tal, sólo se puede entender desde la fe de cada cual. Nadie, ni siquiera el Papa, ni religión alguna, tiene la respuesta. A la sumo, interpretaciones varias. En este marco, es innegable un hecho que obliga a hacerse una pregunta esencial: ¿Acaso, al menos en la cultura occidental, no estuvo, o no está aún, en cuestión el anterior planteamiento fideístico? ¿Es éste armonizable con la idea de la muerte de Dios, que se impuso a partir de Nietzsche? ¿Es recuperable y realizable el anhelo hacia lo trascendente en un contexto, como el actual, en el que impera un gran abismo entre fe y razón?
Desde 1882, en que Nietzsche publicó La gaya ciencia, se ha manejado un texto, que ha hecho correr ríos de tinta (Párrafo 125. El loco) y que puso en cuestión la existencia misma de Dios. El loco era un demente, que enciende un farol en pleno día y recorre el mercado gritando: “¡Busco a Dios!”. La gente se lo toma a broma y provoca la risa de muchos. “El loco se encaró con ellos y, clavándoles la mirada, exclamó: ¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado ; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos (…) Los dioses también se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte”.
Personalmente, creo que Nietzsche llevaba razón. Todos los humanos, de alguna manera, hemos apartado a Dios de nosotros. Le hemos silenciado en nuestros corazones y nuestras vidas. Le hemos reprochado que volviese, precisamente, a ‘estorbarnos’ (cf. Dostoyevski, Lo hermanos Karamásovi. El Gran Inquisidor, publicado en 1880). Es más, semejante actitud asesina ha sido históricamente propiciada por los que nos decimos seguidores de Jesús, inmersos, también ahora mismo, en una profunda contradicción: entre lo que se predica y lo que se hace. Todos, en cierto modo, somos responsables de haber marginado el Evangelio y de propiciar un desplazamiento de Jesús y, por tanto de Dios, del centro mismo del cristianismo. Ya lo reprochaba Jesús en el Ev. según Tomás (nn. 43, 51 y 113). Nada nuevo bajo el sol (Ecl 1, 9).
A partir de la proclamada ‘muerte de Dios’ e incluso con la complicidad de la propia Iglesia, hemos expulsado de nuestras vidas aquello que nos otorgaba sentido, serenidad y certeza. Al quebrantar la fe en el Dios cristiano, las sombras y la obscuridad, como apreció el mismo Nietzsche (Párrafo 343. Nuestra serenidad), se proyectaron sobre Europa. Han ido extendiéndose hasta incrustarse en su identidad y han evangelizado el mundo entero. Esta es la situación real: el triunfo de la razón, que ha propiciado un mundo desquiciado.
¿Qué hacer ahora? ¿Resignarse o intentar, no obstante, renacer y resucitar a la vida? Mi experiencia de vida espiritual en este mundo tan profano me dice que hay que escuchar, sin cansarse, ese anhelo tan íntimo que experimentamos en nuestro corazón (San Agustín). Su seguimiento nos llevará, sin dudarlo, a buscar y encontrar a Dios, precisamente, “a través de la propia capacidad, que es un don de Dios, ya que todos hemos sido creados a imagen de él” (Pagels, Más allá de la fe, pág. 50; cf. Ev. según Tomás, nn. 2 y 18). Una vez más, aparece la intuición, el sentimiento, el corazón, la fe.
Si, como dijo Jesús a Felipe, “el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9), sólo mediante Jesús podemos conocer a Dios. Es decir, sólo “viviendo como vivió Jesús podemos conocer a Dios y hacer lo que Dios quiere que hagamos” (Castillo). Imitar en la vida a Jesús. No olvidemos que “aquellas gentes acudían a Jesús porque en él encontraban respuesta a sus carencias y aspiraciones más hondas y más profundamente humanas: la salud, la comida y sobre todo la acogida y la necesidad de que alguien nos comprenda, nos respete, nos quiera, tal como somos y tal como vivimos” (Ibidem).
Esto devuelve el sentido a la vida: ‘Cuanto más humanos seamos, más ‘divinos’ nos hacemos” (Ibidem). Cuanto más sirvamos a los demás, más sentiremos la alegría de vivir. ¡Aleluya! ¡Yo soy la resurrección y la vida!
Gregorio Delgado del Río
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