Recuerdo perfectamente a María, una gitana de edad indeterminada -a mí me parecía muy anciana-, de tez bruna, pelo blanco recogido, vistiendo mandil y portando cestas y bolsas de tela raída. María solía venir a casa a buscar el pan duro que mi madre le guardaba para sus gallinas. Como tantos gitanos de finales de los años sesenta, vivía en una situación de pobreza y marginalidad indignas, pero honestamente, como tantos gitanos de la zona de Can Pere Antoni, dedicados a lo que entonces nadie vislumbraba como un futuro negocio muy lucrativo, el reciclaje. Muchos recogían metales, cartones, botellas –especialmente las de champán, no sé por qué razón- y los vendían para subsistir.
La construcción de la autopista de levante supuso arrasar con sus chabolas y la construcción de un poblado junto a la pista del aeropuerto, en terrenos del predio de Son Banya. Existía una doble razón para ello. La inconfesable era que el turista del desarrollismo franquista no podía entrar a una Palma moderna por entre las chabolas de los desarrapados. La oficial fue dignificar la situación de la población gitana, algo que exigía el esfuerzo y compromiso compartido.
Sin embargo, la década de los setenta acabó con el sueño de una normalización social, porque apareció un mercado infecto al que sucumbieron muchos gitanos, ya sea como consumidores o como agentes del menudeo. Era el sucio negocio de la droga. La droga fue –y es- un cáncer para la población gitana, pues les hizo creer que la obtención de dinero rápido y sin necesidad de esfuerzo personal alguno les iba a sacar del hoyo social en el que habitaban. Nada más lejos de la realidad. La droga enriqueció ilícitamente a unos pocos gitanos, pero muchos otros dieron con sus huesos en la cárcel o, lamentablemente, en el cementerio y, en cualquier caso, incrementó su marginalidad al punto de imposibilitar materialmente su integración entre el resto de la ciudadanía. Las barriadas donde hoy habitan estos gitanos son verdaderos guetos. Y el problema no hace más que extenderse a viejas zonas agrícolas de los alrededores de Palma.
Es un drama que cincuenta años después nuestra sociedad haya sido capaz de incorporar –no sin tensiones, es cierto- a personas de países, lenguas, etnias y religiones diversas, originarias de cualquier punto del planeta, que llegaron aquí en situación precaria y, sin embargo, todavía subsista en un cien por cien el problema de la integración de la población gitana.
Los gitanos y los ‘payos’ recelamos unos de otros, y es obvio que no sin motivo.
Cierto es, también, que hay colectivos de gitanos integrados en la sociedad sin grandes problemas. Por ejemplo, el numeroso grupo romaní de procedencia catalana establecido en Mallorca, el más normalizado con diferencia, se ha dedicado siempre al comercio de muebles, antigüedades y ropa en los mercados. Otros, siguiendo su tradición caballista, acabaron asumiendo prácticamente en exclusiva el negocio de las calesas turísticas. Los menos se dedican al arte lírico. Siguen existiendo gitanos que recogen chatarra, pero muchos de estos ya bordean la frontera de la marginalidad y la delincuencia menor. El resto de casos de integración es numéricamente anecdótico.
Son Banya es una vergüenza pública que evidencia la impotencia de nuestras autoridades para encontrar una solución digna para la población gitana. Las fuerzas de seguridad prefieren, y es lógico, la concentración del negocio de la droga en pocos puntos. Pero esta postura es la asunción de una enorme derrota social, porque no se trata solo de reubicar a los gitanos en otros enclaves, sino de crear las condiciones para permitir que cada uno de ellos pueda encontrar una vivienda digna y desenvolverse como un ciudadano más entre los demás en una sociedad cada vez más plural. Naturalmente que habrá que exigirles esfuerzos también a ellos, sin duda los mayores, pero quedarse de brazos cruzados no es, desde luego, la solución.
Mientras esto no sea así, la sociedad mallorquina tendrá una gigantesca deuda pendiente consigo misma.
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