Le ha tocado a un piloto mallorquín. Ya es mala suerte estar al lado de la muerte en el momento más inoportuno. Volar sobre Afganistán y hacer escala en el infierno de Kabul es un ejercicio de riesgo extremo, probablemente asumido por un profesional, pero no se entiende mucho que Antonio Planas haya muerto en un hotel internacional de lujo por el asalto de un comando, teniendo en cuenta que tropas de medio mundo están en el país para luchar contra el terrorismo talibán y ayudar a que el país se organice económica y socialmente, incluido su propio ejército y fuerzas de seguridad. Como la ya larga historia del terrorismo indica que los centros de concentración de extranjeros en estos países en ebullición son objetivos prioritarios por la repercusión mediática, no se entiende que un grupo talibán haya podido organizar y perpetrar una matanza, aunque todos hayan muerto en el intento. Hace unos días murieron dos soldados españoles, pero estas cosas se terminan asumiendo, no sin dolor, porque patrullar en una zona de guerra supone una alta probabilidad de que te toque, pero lo del piloto mallorquín, que ha destrozado todo un proyecto personal y a una familia, es difícilmente asumible. Y cuando toca de cerca, uno se plantea si merece la pena el esfuerzo español en dinero y víctimas para seguir en un país lejano en plan pacificador, cuando la tendencia para luchar contra el terrorismo ya no pasa por la presencia y persistencia de tropas en la zona de conflicto. Hay métodos mucho más sofisticados y con menos riesgo personal. Probablemente la muerte absurda de Antonio Planas, que también ha contribuido a normalizar la situación del país con vuelos comerciales, sirva para que tropas extranjeras y agentes nacionales garanticen la seguridad personal de quienes intentan desarrollar una actividad pacífica beneficiosa para Afganistán y, quizá para todo el mundo. Pero eso no consuela porque ya está bien de mártires inocentes y pacíficos. Maldita escala en el infierno.
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