OPINIÓN

El odio adolescente

La editorial Anagrama ha renunciado esta semana a sus derechos sobre El odio, el libro de Luisgé Martín sobre José Bretón. De esta manera, la obra vuelve a ser propiedad exclusiva del autor, que podrá publicarla en otra editorial, autoeditarla o meterla en un cajón. Dudo que esto último suceda, porque el libro se vendería bien. No hay más que ver las audiencias en televisión, o cuáles son las noticias más leídas en los digitales, para saber que existe una fascinación por el mal, los crímenes y el lado más oscuro de los seres humanos. Esto no viene de hoy, pero las redes sociales y la inmediatez de la información han transformado la conversación pública, hasta el punto que una campaña feroz contra la publicación de un libro pues convertirse en su mejor promoción. A mi esto me da igual. Me interesa más observar las diferentes maneras que existen para aproximarse al mal.

Voy con pies de plomo en el análisis de la obra del tal Luisgé, porque no la he leído. Me baso en las reseñas y opiniones de críticos y articulistas que me merecen cierto respeto intelectual. Todos ellos, los que defienden el libro y los que no, los que están a favor de su publicación y los que exigen su cancelación, reflejan algo espantoso: el relativismo moral que rezuma el enfoque del autor, toda esa vaina postmodernista que nos viene a decir que no existe separación entre lo objetivo y su interpretación, que el bien y el mal no son conceptos absolutos, sino constructos humanos fruto de unas circunstancias históricas, sociales y económicas determinadas, y por tanto cambiantes. O sea, que todas las concepciones del bien y el mal son válidas, y por ahí ya vamos entendiendo por qué Bretón incineró a sus dos hijos para hacer daño a su exmujer. El autor no justifica los crímenes, claro, pero encuentra así una vía para entenderlos. Es vomitivo.

En defensa del autor se podría decir que, al parecer, avisa desde el principio del vertedero moral en el que va a sumergir al lector. En la primera página, Luisgé confiesa que desea matar porque hay gente que se lo merece, pero que él no lo hace porque no tiene valor suficiente. No porque sea un delito, pecado, o un ser humano no pueda disponer de la vida de otro salvo en legítima defensa. No, nada de eso. Luisgé reconoce que no mata por miedo. Se entiende que Bretón, en cambio, fue valiente y mató a sus hijos, aunque éstos no lo merecieran. Se inicia de esta manera un viaje de posibilidades infinitas para iluminar los rincones más negros del alma humana. Eso sí, con tanta curva moral debemos atiborrarnos previamente de pastillas para evitar las nauseas.

Confieso que fue esta prevención, la del mareo que me provoca el relativismo moral postmoderno, la que me mantuvo unas semanas alejado de ver Adolescencia, la serie de moda en Netflix sobre un chaval de trece años acusado de asesinar a puñaladas a una compañera del colegio. Me daba pereza enfrentarme a una historia tan dura para concluir que el chico no tuvo la culpa, fueron las circunstancias, a cualquiera nos hubiera podido ocurrir, no somos nadie para juzgar… Era un prejuicio equivocado. La he visto, y nada de eso subyace en un guión magistral, de una crudeza no apta para todos los públicos, pero que demuestra que hay caminos muy distintos al que eligió Luisgé para entender cómo se llega al odio.

Los cuatro capítulos de la serie, rodados en cuatro planos secuencia, son una proeza técnica que no distrae al espectador. Al contrario, lo sumerge en el desasosiego y la angustia que genera el crimen, su investigación, la exploración psicológica del adolescente, y el impacto de los hechos en su familia. Los trastornos de atención, el bullying, la adicción a pantallas, redes sociales y videojuegos, la violencia en internet, la manipulación mediante el acceso a contenidos imposibles de digerir a ciertas edades, la sensación de poder de un crío a través de la amenaza física a una mujer adulta … una mezcla explosiva capaz de llevarse por delante a un joven normal, de una familia normal de clase media, en un pueblo normal de los Midlands ingleses.

Ya digo que hay una manera no sólo crítica, sino constructiva, de analizar el odio. En Adolescencia se muestra un mal reconocible, y las consecuencias de ese mal. Existe la culpa, y el error. Sin animo de hacer spoiler a los lectores que no hayan visto la serie, es desgarrador el testimonio final de unos padres conscientes de su parte de responsabilidad: “pensábamos que aquí, en casa, encerrado en su cuarto con su ordenador, estaba a salvo de los peligros de ahí fuera”.

El segundo capítulo está rodado en un instituto de Sheffield. Mi hermana María da clases en uno similar, en Lichfield, a poco más de una hora en coche. Les aseguro que lo que se ve en la miniserie, los códigos de comunicación entre jóvenes, el uso de Instagram, el acoso, las burlas, las faltas de disciplina, la aproximación a las relaciones sexuales, la cosificación de la mujer, son cuestiones tratadas con absoluto realismo. Si tienen hijos en esa edad, vean Adolescencia. Y si no los tienen, también, porque les ayudará a entender el mundo en el que vivimos. Además, comprobarán a dónde conduce el relativismo moral de los Luisgés de turno.

José Manuel Barquero

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