Vivimos en una sociedad que trata de evitar todo estado doloroso. Por supuesto en el plano físico, donde los cuidados paliativos han experimentado un desarrollo tan extraordinario en las últimas décadas que en muchos casos han convertido el padecimiento corporal en una opción. Esto constituye un gran avance de la Humanidad, y nadie cuestiona que la ciencia proporcione remedios para mejorar la calidad de vida del que sufre. Pero claro, los opiáceos resultan tan agradables que sería una tontería limitar sus efectos al cuerpo.
Así, el mercado ha optado por un arte indoloro, agradable hasta lo banal, placentero y alejado de la disidencia. Obras que prefieren decorar a conmover, que huyen de realidades penosas, que eligen la complacencia con el poder e intentan no perturbar.
El dolor también se esquiva en la política. Los partidos tratan a los ciudadanos como menores a proteger de cualquier trauma. Se escamotea la verdad incómoda, por ejemplo, de una deuda pública desbocada para no afrontar la necesidad de reformas profundas que aseguren la viabilidad de un sistema hoy quebrado. Una dosis de populismo, el prozac de la política, ha impregnado todos los discursos para hacer felices a los votantes.
Los suspensos afligen al alumno, que le provocan una angustia innecesaria y sobre todo evitable. Eliminar su congoja es tan sencillo como aprobar una ley educativa que rebaje los efectos de no aprobar. Demostrar unos conocimientos mínimos en cada asignatura deja de ser un requisito para convertirse en una opción del estudiante. De esta manera el objetivo principal del sistema educativo deja de ser la formación académica y del carácter para trasladarse al bienestar emocional de los chicos. La escuela pasa a constituir un espacio de confort permanente para nuestros hijos.
Todos intuimos que una perspectiva tan cómoda de la vida no es real. La felicidad verdadera solo existe en minúsculas porque una vida buena se construye con fragmentos de felicidad. Cuanto más numerosos y extensos en el tiempo sean esos fragmentos más felices viviremos. En palabras del filósofo surcoreano Byung Chul Han, “es justamente el dolor lo que preserva a la felicidad de cosificarse, y le otorga duración”. Y eso que a Han sus críticos lo tachan de nihilista resignado. Comprobamos cómo no es imprescindible acudir a la narración cristiana ni al lenguaje de la mística o la poética para otorgar un sentido al dolor.
En esta “sociedad paliativa” que describe Han el dolor se percibe como algo carente de sentido. Pero una vida que elimina su negatividad termina por suprimirse a sí misma. Por eso Han concluye que “una vida sin muerte ni dolor ya no es una vida humana, sino una vida de muertos vivientes”.
Por tanto solo era cuestión de tiempo legislar sobre la muerte. La Ley de Eutanasia recientemente aprobada en España plantea el debate dentro de un marco conceptual difícilmente rebatible. Dignidad es una palabra que no admite controversia. Como Diálogo, Tolerancia, Transparencia, Justicia, Igualdad… ideas en mayúscula que conforman una categoría superior.
El problema lo plantean las minúsculas: ¿diálogo para qué? ¿tolerancia con qué? ¿transparencia hasta dónde? ¿es justa la igualdad entre desiguales? Uno lee Vida Digna, o Muerte Digna, y solo puede decir Amén. Pero entonces aparecen las minúsculas, y Diario de Mallorca publica que el próximo viernes se podrá solicitar a la sanidad pública un fármaco para morir. Ya hay una previsión anual de “usuarios” del servicio, y la última palabra la tendrán un sanitario y un jurista con cinco años de experiencia elegidos en función de “sus conocimientos en el ámbito de los momentos terminales de la vida”. Este procedimiento administrativo de la muerte asistida se resolverá entre cuarenta y cincuenta días. Recordé que una licencia de obras en Palma tarda en aprobarse dos años, y me entró un escalofrío.
Pensarán que soy un flojo, o un mal pensado, pero la subdirectora de Humanización del Servei de Salut -más mayúsculas- tuvo el detalle de dejar las cosas claras sobre la intención última de la norma al garantizar que “habrá profesionales de referencia que ayudarán a los que quieran realizar la eutanasia y todavía alberguen dudas o no se sientan seguros”. Porque en ocasiones todos necesitamos un empujón. De esta forma pasamos de las mayúsculas a las minúsculas, y el escalofrío se convierte en náusea.
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