... parece que va a llover”. Tal que así empezaba la letra de una cordial canción que llevaba por título “Tequila” y que interpretaron, originalmente, el grupo de rock The Champs, aunque, posteriormente, una cantidad ingente de grupos y solistas cantaron sus propias versiones.
Una cosa tengo yo por segura: en la próxima vida, en mi siguiente reaparición en la escena pública mundial en plan recién resucitado, voy a ejercer, profesionalmente, de hombre (o mujer, vayan ustedes a saber, que mi flamante nuevo ser igual se posiciona bajo una feminidad floreciente sin lugar a dudas) del tiempo; vamos, lo que se viene a conocer en la actualidad como meteorólogo o -dicho sea de paso y para no joder la marrana al feminismo universal- meteoróloga.
Como todos ustedes conocen sobradamente (siempre voy diciendo por ahí que mis seguidores lectores son, entre otras muchas cosas, un compendio de suma inteligencia), como sabrán, pues, la etimología de la palabreja, “meteorología”, es bastante sencilla: del griego meteoros (alto en el cielo) y logos (conocimiento, tratado de) y resulta ser la ciencia de la física de la atmósfera; o sea, el estudio del estado de lo que comúnmente llamamos “tiempo”.
Generalmente hablando, los meteorólogos suelen ser buena gente, gente de bien. ¡Hombre!, examinándolos muy de cerca, podría bien ser que, entre todos los profesionales del tiempo que han existido a lo largo de todas las eras habidas y por haber en el planeta, encontráramos algún asesino en serie o un eficaz descuartizador de abuelas en serio. Pero, vamos, así, a ojo de buen cubero, creo no equivocarme si aseguro que la mayoría de ellos son buenas personas; incluso, algunas veces, pueden ser tirando a un pelín bobos, por decirlo sin ánimo ofensivo. Son gente que están todas las horas del día y de la noche -y porque no hay más horas ni cambios de luz- mirando o bien el cielo o bien una pantalla con mapas, lo cual hace pensar que no tienen motivo para generar odio o rencor hacia el resto de la sociedad.
Los hombres (y las mujeres; ya no repetiré más la bromita del género) del tiempo disputan, constantemente, su prestigio a un montón de aficionados que, en resumidas cuentas, acaban consiguiendo un interesante grado de aciertos en sus previsiones meteorológicas, muy semejante, por cierto, a los suyos, las de los profesionales. Se trata del gremio individualista de los campesinos, gente de campo allí donde los haya. Estos humanos dedicados a la ruralidad más campestre, si cabe, jugando con su experiencia vital y su específico conocimiento del terreno (sumado a la curvatura de su espina dorsal, que también ayuda) controlan el estado del cielo sin aparatos científicos de gran precisión, radares, satélites, otras mandangas tecnológicas ni apártate que te doy.
O sea que, pensándolo mejor, lo que quiero en mi próxima vida es exactamente ser campesino y meteorólogo, todo a la vez o, en su caso, viceversa.
La puta Naturaleza (porque es mala, muy mala, ella) actúa sobre la tierra con muy mala leche. La Naturaleza, por definición, es asocial y, si me apuran, un rato largo misántropa: las lluvias a raudales que lo encharcan todo y dejan los campos y las ciudades perdidos; los cielos negruzcos que -a la primera de cambio- descargan pedruscos que abollan los utilitarios y llegan a matar gallinas cuando les cae una de esas bolas malignas en el cogote; el viento de los cojones que marea a los turistas de los cruceros de ensueño que, entre vómito y vómito, sueñan con el Titánic además de tumbar cipreses sobre infelices transeúntes; los temporales marítimos que borran playas y mandan a tomar por el saco tumbonas y toallas, además de erosionar las rocas cargadas de percebes; los truenos que ensordecen y acojonan los oídos de los chuchos domésticos y los rayos que deslumbran a los insomnes de oficio y parten por la mitad a los amenazados previamente de tal acto criminal; los tsunamis, los terremotos... ¡para qué seguir con esta ristra de desgracias naturales!
¿Perciben ustedes el morbo, la perturbación y la escabrosidad que producen estas alteraciones salvajes de la normalidad, así como el quebrantamiento universal del bienestar humano? Pues bien, son precisamente estos ingredientes los que me inyectan la emoción suficiente como para querer estar en el ajo -como el primero- de tanto transtorno natural y tratar de disfrutar con tanto fenómeno, a la par que poder fardar a gusto ante mis círculos sociales más cercanos; porque no me negarán que predecir mola en cantidad (aunque la casi totalidad de las predicciones sean, a la postre, desatinadas).
Reencarnarme en meteorólogo... ¡mmmm!
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