Categorías: OPINIÓN

El camino de la vergüenza

Intento ponerme en la mente de Blesa antes de apretar el gatillo que le llevó a su propia muerte. De todas las acusaciones que se cernían sobre él, estoy casi seguro de que la más insoportable fue la de la gente de a pie, motivada por las tarjetas black. La peor acusación debió ser la de sus vecinos. La que sentía tras de sí, fuera donde fuera. Al cruzarse con ellos por la calle, en el súper o en los grandes almacenes. Muchos ciudadanos, hartos de tanta corrupción, seguro que vertieron de manera continuada su ira sobre él. Se supera lo de que los altos cargos te den la espalda tras haberlos tratado de tú a tú. Lo de los vecinos es una lluvia fina que cala hasta lo más profundo.

A Blesa se le acusaba de administración desleal, por venta de participaciones preferentes y por la compra de un Banco de Florida que según el juez que lo envió a la cárcel, fue caótica, tras haber tomado decisiones inexplicables y habiendo generado comisiones irregulares de aproximadamente 100 millones de dólares para él y otros cargos.

Pero como digo, estoy convencido de que lo que representó su verdadero vía crucis fue el caso de las tarjetas black, unos sobresueldos opacos para Hacienda que cobró él junto a 85 miembros de Caja Madrid y Bankia. Aunque ya estaban ahí cuando Blesa llegó a Caja Madrid, él las consintió y abusó de ellas.

Creo que en la naturaleza de ese delito reside la causa del problema que Blesa no pudo soportar. La gente de la calle no entendía los otros delitos, pero éste sí. La gente entiende de tarjetas de crédito. Les toca de cerca. Todo el mundo tiene una o varias y, en muchas ocasiones, se ha visto obligado a fraccionar los pagos para llegar con “oxígeno” a fin de mes. Y mientras el mismo instrumento de pago servía para ahogar a muchos, a Blesa y compañía les permitía cometer excesos más allá de sus elevadas remuneraciones. Por ejemplo, Blesa gastó más de 13 mil euros en viajes, 6 mil en una joyería, más de 3 mil en vinos. Sin olvidar una estancia en el Hotel Ritz por la que pagó casi 9 mil euros. Todo eso, además de remuneraciones, dietas y comisiones millonarias, de por medio. Gran parte, durante la mayor crisis económica que se recuerda, marcada por ajustes, despidos y sufrimiento. Y eso la gente lo entiende y no lo perdona.

De ahí extraigo varias conclusiones. La primera es que la corrupción de los altos cargos normalmente no se entiende y, por lo tanto, aunque no se comparte, se tolera (“otro que hace cosas malas”, “otro ladrón de guante blanco”). Evidentemente que un afectado por unas preferentes sabe lo que son y lo entiende pero la gente de la calle no llega a cancebir sus repercusiones. Hasta que no se ve a unos jubilados llorando en televisión porque han perdido los ahorros de su vida, no se comprende la repercusión de los actos cometidos porque, quien más quien menos, tiene personas cercanas ya jubiladas. Pero cuando se acusa de administración desleal, apropiación indebida, corrupción entre particulares, falsedad documental y posible alzamiento de bienes, como son las causas que se le imputan a Ángel María Villar, presidente de la Federación Española de Fútbol, la gente corriente no entiende ni sus implicaciones.

La segunda deriva de la primera y es que se necesita alcanzar mayores cotas de cultura financiera y jurídica entre la población. Desde el colegio. Cuánto más entienda la gente la magnitud de los delitos económicos cometidos, más intolerante será su manifestación y más efectiva será la pena a la que someterá a los corruptos. Eso generará un mayor efecto disuasorio entre quienes estén tentados a comerter ese tipo de delitos.

La tercera es que la acusación de la gente de a pie es la más implacable de todas. Es la que señala con el dedo al pasar por la calle, insulta y cuyo mensaje también llega a través de tus hijos y familiares que en la prensa o en el colegio escuchan desagradables comentarios sobre el delincuente. En un juicio, un buen abogado puede delimitar o evadir la pena. A la gente de la calle cabreada, no hay abogado que les pare.

Existe una expresión anglosajona que me recuerda el sentimiento que día tras día debió sentir Blesa. Ésta es “the walk of shame” o camino de la vergüenza. Aunque la expresión tenga una connotación sexual en su origen (es el camino que hacen los estudiantes del campus con la misma ropa que el día anterior, tras haber dormido con alguien en una habitación distinta a la suya), para Blesa, cada día de su vida cotidiana debió convertirse en un camino de la vergüenza. Ahí está lo duro. Dejó de tener vida cotidiana. Día tras día, mes tras mes y año tras año, el desgaste es inaguantable. Porque la gente que entiende la magnitud del delito, no olvida.

La cuarta, y ésta va para los medios de comunicación y jueces, es que para acusar a alguien se deben tener fundadas sospechas de haber cometido un delito y debe haber pruebas inequívocas para señalar a alguien. La conocida como pena del telediario es muy injusta y, desgraciadamente, muchas veces ha sido, y está siendo, gratuita. Antes de ser juzgado por un juez, los medios de comunicación ya te han declarado culpable. Imputar o investigar para, al poco tiempo, desimputar o desinvestigar causa un dolor irreparable. Y, además, suele magnificarse lo primero y minimizarse lo segundo. Si no que se lo pregunten al exconcejal de Palma, Gabriel Vallejo, cuya imputación generó páginas y páginas en diarios. Su desimputación, en cambio, apenas un inmerecido e injusto cuadrito en una página de los diarios.

Una vez hecho el mal y puesto en marcha el mecanismo que activa “el camino de la vergüenza”, los ciudadanos pueden llegar a ser letales. Como en el caso de Blesa. Pueden llegar a tener consecuencias terribles que nadie, incluso los corruptos, merecen. Y mucho menos, su familia.

José A. García Bustos

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José A. García Bustos

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