Ayer tuvo lugar en Buenos Aires la inauguración de un nuevo periodo de sesiones del Parlamento de la República. El Parlamento, como el resto de las instituciones argentinas son, hoy por hoy, unas operetas en las que domina el más absoluto y descarnado populismo, donde todo vale con tal de manejar el poder. Basta ver el circo demencial que se está organizando de nuevo con las Malvinas o con Repsol, empresa esta a la que acusan de no apoyar al país, con argumentos de una simpleza que sonrojan.
Por supuesto, todo el mundo es libre de pensar y de actuar como lo considere oportuno en relación con estas situaciones. A mí esta desproporción de falta de pudor me causa un rechazo ilimitado, por lo que simplemente tiendo a no tocar estos temas porque cuando el descaro es tan apabullante, el comentario se torna absurdo.
Por lo tanto, no pretendía hacer comentario alguno sobre ello, sino sobre un personaje que apareció ayer en la tribuna del Congreso argentino y que fue aplaudido a rabiar por los asistentes; un personaje aclamado y jaleado por aquellos políticos sobre los que no existe la menor sombra de honradez; una persona que habitualmente se postula con la Justicia y que ayer estaba en un ambiente en el que pocas cosas resisten una mirada seria: Baltasar Garzón. Con todos sus defectos, con todos sus problemas, por supuesto que el aplauso o la censura del Tribunal Supremo español me merecen más respeto.
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