He estado una semana en Córcega, recorriendo esa isla maravillosa que te deja una sensación imborrable. Tiene una extensión de aproximadamente dos veces y media la de Mallorca, pero es tan extremadamente montañosa que se te hace mucho más grande. Por otro lado, con apenas trescientos mil habitantes su densidad de población es muy inferior a la nuestra y por toda la isla, incluyendo la costa, te encuentras con larguísimas travesías de muchos kilómetros sin apenas divisar una casa o un pueblo.
Una de las cosas que más nos llaman la atención a los mallorquines es el enorme respeto que han tenido con su litoral, salpicado de playas vírgenes, sin hoteles e, incluso en las zonas con un cierto desarrollo turístico, se trata de un urbanismo de baja intensidad, mucho más respetuoso con el paisaje, nada que ver con las monstruosidades con las que tenemos que convivir en nuestras islas.
El paisaje es impresionante, con bosques inacabables, de encinas y alcornoques, o robles y pinos, según la altura, y castaños, alisos, madroños y otras especies. Bosques espesos, casi impenetrables, sobre todo los de niveles más bajos. Y donde el bosque se ha degradado, por las razones que sean, pastoreo, actividad agrícola antigua, incendios, crece una maquia de matorral denso, inaccesible que crea un manto vegetal que convierte el paisaje en un verde inacabable.
También hay zonas, por desgracia, donde se observa el rastro destructivo de esa maldición mediterránea que son los incendios forestales, de la que tampoco se ha podido librar Córcega. En esas zonas la maquia se recupera con rapidez, los bosques tardarán años. También hay muchos bosques de ribera, siguiendo los numerosos ríos, riachuelos y arroyos que bajan desde las omnipresentes montañas. La naturaleza está muy razonablemente conservada, mucho mejor que aquí en nuestra casa, aunque siempre aparece algún ejemplo de la infinita estupidez de la especie humana. En el caso de Córcega han realizado algunas poblaciones con eucaliptos, árbol horripilante, excepto en Australia que es su hábitat natural. Afortunadamente están limitadas a algunas zonas periurbanas y, en muchos casos, están plantados en los márgenes de calles y carreteras, formando una especie de tenebroso bosque de ribera eucalíptico, solo que en lugar de seguir un curso de agua sigue una vía asfaltada.
Los pueblos se encaraman por las laderas de las montañas y las ciudades más importantes suelen tener una ciudadela o castillo defensivo, prácticamente inaccesible. Algunos de los pueblos costeros, como Bonifacio, están construidos sobre acantilados de vértigo y se contemplan en todo su esplendor desde el mar.
La gastronomía es mediterránea con toques franceses. Buena la carne, sobre todo de cordero y cerdo, la raza nostrale ha sido rescatada del límite de la extinción como lo fue nuestro porc negre, estupendos los quesos, de leche de oveja, cabra o mezcla, omnipresente el “brocciu”, parecido al brosat y a la ricotta, muy buenos los embutidos, de estilo italiano, salsiccia, lonza, copa, prisuttu y figatello, una especie de fuet con hígado que es el más interesante de todos. Buenas confituras, de higos, de cítricos, buena miel, polenta de castaña, licor de mirto, aperitivos de vino, moscatel dulce y buenos vinos, tintos de nielucciu y sciacarellu con algún porcentaje de grenache, y blancos aromáticos de vermentino, una variedad local de malvasía. Hay siete denominaciones de origen en la isla y no me dio tiempo a probarlas todas. Me gustaron mucho los vinos de Sartène, Patrimonio y el muscat de Cap Corse.
Es notable, en cambio, la escasez de pescado fresco local. La mayoría del pescado es congelado y en preparaciones culinarias francesas. Sí hay algún pueblecito en Cap Corse con pescadores artesanos locales, dedicados sobre todo a la langosta, por la que piden en los restaurantes unos precios exorbitantes. Tienen, eso sí, bateas de mejillones y algunas de ostras, moluscos ambos que no me resultan especialmente atractivos.
La historia no ha sido especialmente amable con los corsos. Dominados durante siglos por los genoveses, que salpicaron la costa de torres de vigía, que ahora constituyen hermosos complementos del paisaje rocoso, solo se liberaron del yugo genovés para caer bajo el dominio de Francia. Si en algún lugar del estado francés se detecta en toda su crudeza su carácter jacobino centralista es en Córcega. Es obvio que los corsos son una nación con un origen que nada tiene que ver con Francia y con una lengua del tronco lingüístico itálico, diferente del francés.
El estado nación francés, en cambio, no reconoce en su seno la existencia de otra nación que la francesa, ni hay más lengua oficial que la francesa. Las denominadas “lenguas regionales” no pueden aspirar más que a un cierto reconocimiento y a la posibilidad de algunas horas lectivas semanales en la educación primaria. El gobierno regional corso actual está formado por una coalición de partidos independentistas y autonomistas y la lengua es su gran caballo de batalla, pero carecen de competencias para hacerla obligatoria en la enseñanza y las negociaciones con el gobierno de París para que sea reconocida como cooficial en la isla han topado con una negativa radical, basándose en que la constitución francesa consagra el francés como la única lengua oficial de Francia. Lo que sí ha conseguido el gobierno regional es que toda la rotulación de tráfico esté bilingüe.
Aunque las encuestas indican que la gran mayoría de los corsos hablan su lengua, incluso más del 50 % de los jóvenes y los niños, no se oye a nadie hablando corso por la calle, ni en los lugares públicos. Incluso en Corti, la ciudad del centro de la isla considerada la guardiana de la identidad corsa, es difícil oír a la gente hablando en corso y eso que las tiendas, bares y restaurantes lucen en sus puertas pegatinas con la leyenda “qui si parla corsu”. Quizás por eso, también en Corti vi una pintada callejera que decía: “morta a lingua, mortu u populu”.
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