No hay Pontífice sin controversia, y Francisco no ha sido la excepción. La aparente unanimidad en el pesar oficial por su traspaso desde sectores, ideologías y países diversos no hace sino remarcar el carácter conciliador y dialogante del fallecido Papa, que no debe confundirse con ninguna clase de relativismo doctrinal.
Francisco se abrazó, como todo cristiano debe hacer, a los pobres, los menesterosos, los oprimidos y los que sufren, sin distinción de ninguna clase. También fue capaz de recibir a líderes políticos y religiosos del más variopinto pelaje, aun cuando sus posicionamientos estuvieran separados por un abismo.
Deducir de ello una supuesta alineación ideológica es, sencillamente, intentar trepar a las espaldas del Santo Padre para obtener un miserable rédito político.
Las lágrimas de cocodrilo del entorno de Pedro Sánchez y de sus socios radicales, vertiendo elogios sobre Bergoglio como si se tratase de uno de ellos, son la muestra de la caradura y el cinismo más absolutos. Mientras se califica interesadamente a Francisco de “Papa progre”, por ejemplo, por su sincera preocupación por las víctimas palestinas de los bombardeos de Israel, o por la precaria situación los miles de inmigrantes que llegan a Europa huyendo de la miseria, se omiten, como si jamás hubieran existido, sus claros mensajes entorno al aborto y otras cuestiones troncales de la doctrina de la Iglesia que chocan abiertamente con lo sostenido por las izquierdas. Sin ir más lejos, la contumaz persecución de los cristianos en China y en otros regímenes comunistas o de esa apestosa cuerda política, como Nicaragua, también se oculta.
Al tiempo que el propio Sánchez, Zapatero, Yolanda Díaz, Ione Belarra, Irene Montero, Rufián o Arnaldo Otegui justifican y hasta bendicen y elogian dictaduras que asesinan y pisotean los derechos humanos universales -inspirados, como es sabido, en los valores del humanismo cristiano- y el Gobierno socialcomunista de nuestro país lleva años tratando de arrinconar en España el papel social de la Iglesia y de sus centros educativos y de convertir la clase de religión católica en un cumbayá extraescolar sin valor académico de ninguna clase, esos mismos agentes manifiestamente anticristianos se lamentan públicamente, con crespones negros y toda la parafernalia, de la desaparición de Francisco.
Y, como siempre, los hay que, desde el otro extremo del espectro político, pican con fruición en esa falsa versión de la historia. La gélida formalidad de los líderes de Vox ante la muerte de Francisco evidencia, una vez más, esa extraña pero consolidada conjunción de intereses. Vox y la izquierda española coinciden en atribuir a Bergoglio un sesgo ideológico que está muy lejos de la doctrina que emana de sus actos y manifestaciones y de los numerosos documentos que emitió durante su pontificado. Solo hace falta leerlos.
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