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22 millones de euros y siete años para no hacer nada

Ahora que la empresa pública está en el candelero, vean este caso, prototípico de cómo una organización se convierte en un fin en sí mismo y se olvida del objetivo final por el que nace: el consorcio de la Playa de Palma, constituido por el Gobierno de Zapatero hace ya siete años, con la participación del Govern, en aquellos momentos bajo el control del Partido Popular. Se trataba de una organización que iba a dedicar exclusivamente a cambiar la playa de Palma, para convertirla en un destino turístico emblemático, histórico y toda esa verborrea que suele acompañar estos proyectos. Se buscó sede, gerentes, equipos, secretarias, se hicieron planes maestros, planes directores, diseños estratégicos, se encargaron trabajos a consultoras, se hicieron presentaciones de proyectos, vídeos, realidad virtual, etcétera. Entonces llega 2007 y Antich sustituye a Matas. Con el cambio llega Margarita Nájera al consorcio. De nuevo planes, equipos, diseños, contraste de ideas, debate público, realidad virtual, huertos urbanos, tranvías por doquier, un plan económico, información pública y, al final, susto del PSOE y todo queda parado. Cambio de gobierno, de nuevo. Ahora todo en manos del PP (incluso Madrid donde Zapatero  vegeta en Moncloa pero ya no ejerce) y entra Álvaro Gijón en lugar de Nájera. Y estos días, tras estudiar lo que tiene entre manos, nos dice que va a cambiar el proyecto por algo más realista, viable, porque, añade, el consorcio ya tiene una deuda de 22 millones de euros. Veintidós millones de euros, siete años, centenares de personas trabajando, cobrando sus nóminas y ni una sola actuación real, ni un sólo ladrillo cambiado de sitio, ni una obra, ni un albañil, ni un jardinero. Este desastre no es un tema sólo político, no es culpa de unos o de otros, es un problema más profundo que alguien debería intentar resolver. Si para abordar la reconversión de la playa de Palma estamos así, yo me atrevo a decir que jamás seremos capaces de arreglar el problema del turismo. No es ser pesimista, es constatar la realidad. Pero no quiero acabar sin acusar a los empresarios del sector turístico y de esta zona en particular porque con sus silencios, con su inadmisible parsimonia, aceptan este espectáculo, prueba de nuestra impotencia. ¿Qué más se puede añadir?  

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