En cierta ocasión -a finales de los años cincuenta del siglo pasado- se produjo una ligera discusión en el comedor de mi casa. Se trataba de discernir si un hecho determinado era o no mentira. En un momento dado, mi querida hermana Montserrat, sin mostrar en su rostro la más mínima emoción, soltó una frase aprendida, seguramente, de las monjas alemanas que se ocupaban de su educación: “en la vida, nada es verdad ni es mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. Se quedó tan ancha.
Siento curiosidad sobre todo aquello relacionado con los colores. Creo que el mundo de los pigmentos tiñe no solo nuestra realidad, sino también las emociones que la envuelven.
En multitud de ratos muertos me he dedicado a jugar a poner colores a personas. Como si se tratara de coronarles una especie de halo de luz difusa y coloreada alrededor de su rostro. No era más que un juego pero a mí me distraía bastante. De un tiempo a esta parte, mi afán ha derivado hacia la política. Así, ahora me entretengo pintando personajes políticos sin necesidad, claro, de tirarles botes de pintura sobre su cuerpo serrano, cosa que, por otro lado, me encantaría realizar de verdad si no fuera porque el acto en sí es considerado como una gamberrada o un atropello.
¿Es el gris un color? Esa es una polémica más vieja que la de si el ajedrez o el automovilismo se pueden considerar deportes. En cualquier caso, lo cierto es que el gris es una mezcla entre el blanco y el negro con todos los matices que usteden quieran. Mariano Rajoy, el registrador de la propiedad, tiene todos los números para ser coronado como personaje gris. Cuando le veo por televisión le asocio, inmediatamente con el sentimiento de pena; está situado entre las cenizas y la lluvia y no lejos del perro del hortelano que -¡vaya usted a saber!- a lo mejor es del mismo tono grisáceo, monótono y aburrido.
Sonrosadas son las mejillas de la vicepresidenta Soraya y, dentro de la misma gama, la incluyo en su todo. Ese color de mejilla de muñeca antigua que fuerza al personaje a no saber distinguir una sonrisa de una riña, le confiere un rostro marmóreo y alabastrino, capacitado para aguantar lo que le echen sin rechistar ni exhibir alteraciones ni turbaciones de ningún tipo.
Por mucho que la gente identifique a Pablo Iglesias con el violeta (será por aquello del color corporativo del logo de su partido o confluencia o lo que sea que sea), yo lo sigo viendo tintado de marrón; y más que marrón, pardo, canelo. Como el pelaje del oso, del pardo, por supuesto. En francés, marrón significa “castaña” y ahí voy: el podemita se asemeja a una castaña, con pinchos por fuera y una cáscara protectora (segundo escudo) antes de encontrarse con su fruto que, cocido (con experiencia), vale, pero crudo es una pieza dura de pelar.
Pedro Sánchez II (el primero se llama Susana Díaz) recuerda al amarillo lechoso de los garbanzos, sobre todo cuando están en remojo, que es el estado habitual del político socialista; el hombre más parecido a su oponente Rajoy (“un garbanzo no hace puchero pero ayuda a su compañero”). Hablamos de un color tan soso como desasistido.
Albert Rivera lo flipa en colores. Quiero decir con esto que es casi imposible adjudicarle un determinado tono cromático a este personaje porque, interiormente, es un festival ultracrómico, un pastel con un manojo de colorines (para nada saturados) que no permite entender nada de sus actuaciones públicas. Un buen retrato de la indefinición.
Me encantaría poder asignar a los políticos españoles algunos colores fuertes como el rojo, el azul, el verde... pero la verdad es que su mediocridad general no da para más.
Es lo que hay.